La Bretaña Francesa


 

Si en la última entrada narré el viaje por el Valle del Loira, en ésta otra narro nuestro periplo por la Bretaña Francesa. De igual forma que describí el otro, pasaré a contar, día a día, el itinerario que hicimos, con los lugares donde es imprescindible parar y aquellos en los que es imprescindible no parar.

La Rochelle-Nantes: Por circunstancias que no vienen al caso, partimos de Royan, ciudad costera, para comenzar nuestro viaje por la Bretaña. Nuestra primera parada fue La Rochelle, ciudad que mira al Atlántico y que cuenta con unas bellas vistas en el puerto viejo, con dos torres del siglo XIV. Las calles y plazas aledañas también merecen un paseo por ellas. He de decir que la bajamar en la costa atlántica de Francia es bastante exagerada (o quizás es que no me había fijado en mis viajes por Galicia). El caso es que cuando la marea está baja, las ciudades pierden un poco el encanto que les da la marea alta, o pleamar. Esto es precisamente lo que nos ocurrió cuando llegamos, que toda la zona que rodea el viejo puerto estaba cubierto de ese típico barro que deja el agua de mar, con los barcos varados. Afortunadamente, ese día teníamos tiempo suficiente como para comer allí tranquilamente, en la infinidad de restaurantes que rodean al puerto, y ver cómo poco a poco subía la marea y daba a la ciudad otra visión.

Ya por la tarde, partimos a Nantes, ciudad a orillas del Loira y con aproximadamente 600.000 habitantes. En Nantes nos alojamos a las afueras, en un hotel de la cadena Campanile, que recomiendo encarecidamente por ser nuevo y muy económico. Paseamos por la catedral, por el castillo del siglo XIII, por sus calles centrales y dimos una vuelta por Les machines de l’ile, el antiguo barrio industrial rehabilitado como centro cultural, donde vimos a un impresionante elefante mecánico que te pasea a una velocidad de 26 cm/seg. La cena la hicimos en O Deck, un barco/restaurante en el río.

Nantes-Rochefort-en-Terre-Vannes-Auray-Carnac-Lorient: Rochefort-en-Terre es, como dicen los franceses, una petite cité de caractère. Pequeño, pero entrañable, no debe dejar de visitarse y pasear por su calle principal, e incluso comprar alguna galleta bretona en sus múltiples tiendas. De allí nos fuimos a Vannes, cuyo casco antiguo, castillo y puerto también merece una visita. Comimos en la Brasserie des Halles, un restaurante céntrico con un menú del día bastante bueno. Es típico encontrar en esta zona de Francia menús compuestos por entrada y plato principal o plato principal y postre por una media de 15€, por lo que comer no es excesivamente caro. De Auray, lo más recomendado es su antiguo puerto, St. Goustan. Desafortunadamente lo vimos con la marea baja, pero merece la pena una parada, aunque sea rápida. La penúltima parada de este día era Carnac, lugar conocido por sus alineamientos de piedra construidos entre el 5000 y el 3500 a.C.

Cuenta con más de tres mil menhires repartidos en unas 40 Hectáreas y es bastante espectacular, sobre todo si nos paramos a pensar qué hicieron para «construirlas» y «colocarlas» hace tantos y tantos años. Cuando salíamos de Carnac, y casi sin esperarlo, nos encontramos con unas playas espectaculares de arena blanca y aguas cristalinas. Pasamos el resto de la tarde en esta zona, cenando en Locmariaquer unos mejillones con patatas fritas (moules frites), muy típicos en Francia. Cuando estábamos aproximándonos a Lorient, le eché un vistazo a la guía de viajes, para ver qué decía de esta ciudad y era algo así como que «tenía el encanto arquitectónico de un aparcamiento», cosa que pudimos comprobar al día siguiente, con lo que es una ciudad que se puede saltar del recorrido.

Lorient-Pont Aven-Concarneau-Islas Glénan-Quimper: Este día nos dirigimos directamente a Pont Aven, lugar conocido principalmente por sus galettes (galletas). Es un pequeño pueblo con mucho encanto, en donde residió un tiempo Gauguin y otros pintores impresionistas. Se puede dar un paseo muy bonito a lo largo del río, entre infinidad de puentes, de molinos, y es muy recomendable comprar las galletas bretonas. Si no las compras aquí, las podrás comprar a lo largo de todo el viaje, porque son famosísimas. Nuestra siguiente parada eran las Islas Glénan, lugar al que tuvimos que llegar en barco (obviamente) desde Concarneau. Los billetes los había sacado por internet en Vedettes de L’odet, por lo que simplemente tuvimos que recogerlos. Tras una hora de travesía, nos pareció llegar al paraíso.

Son islas muy bonitas, con una arena muy fina, y con el bello y diferente paisaje que existe en la bajamar y en la pleamar. Tras pasar allí el resto de la tarde, volvimos a Concarneau, y visitamos la ciudad. La ciudadela está amurallada y llena de tiendas de galletas, bombones, el típico Kouign Amann (pastelito bretón muy típico y exquisito) y los típicos macarons (galletitas redondas de colores). Tampoco faltan los restaurantes para alimentar a la cantidad de turistas que llenan la pequeña ciudad (unos 20.000 habitantes). Puesto que lo típico de esa zona son las sardinas y las vieiras, esa fue la cena de este día (en La Porte au Vin, lugar muy recomendable). Y por último, teníamos Quimper en la agenda, pero decidimos madrugar y ver la ciudad al día siguiente. Por cierto, el hotel fue uno de los mejores del viaje: el Kyriad Quimper.

Quimper-Pointe de la Torche-Pointe du Raz-Douarnenez-Locronan-Crozon: Empezamos el día por Quimper, ciudad de unos 60.000 habitantes, que no tiene desperdicio. Es la capital de Finisterre y el lugar de referencia de la cultura celta. Lo más impresionante, su catedral y su casco antiguo, que te hace volver a la Edad Media. Todo ello, sumado a las pastelerías, la limpieza de las calles, las placitas, … la hace un lugar imprescindible al que ir. A partir de aquí, comenzamos a ver paisajes en estado puro. Comenzamos por la Pointe de la Torche, punta menos conocida, pero con unas playas impresionantes, utilizadas sobre todo por los surfistas. Después, nos fuimos a la Pointe du Raz, más conocida por sus impresionantes vistas y por sus acantilados de unos 70 metros. Frente a esta punta se encuentra la Ile de Sein, que se encuentra a 6m sobre el nivel del mar y es conocida por sus frecuentes inundaciones. A pesar de ello, sigue habiendo un reducto de personas que no se quieren ir de sus casas.

Cuando terminamos de ver puntas, eran las 14h, y no recordábamos que las cocinas francesas cierran muy pronto, así que no tuvimos más remedio que irnos a un banquito frente al mar, a hacer un picnic de queso francés (chevre, brie, bleu, livarot, sauvarin). En Francia es muy habitual encontrar a gente de picnic, puesto que hay muchísimas zonas para ello. Tras nuestra opípara comida, nos fuimos a Douarnenez, ciudad que en otro tiempo se dedicó a la pesca de la sardina. Ahora es una ciudad que no tiene mucho interés turístico (o yo no se lo encontré) y que se puede saltar sin ningún problema. Nuestro penúltimo destino era Locronan, pueblecito muy pequeño pero con mucho encanto, con casas de granito y sin esos horribles cables de la luz que estropean todo. Dimos una vuelta y disfrutamos de una cerveza bretona, otro de los descubrimientos que hemos hecho. Tras Locronan, nos fuimos a dormir a Morgat, a un hotel con vistas a una playa espectacular en la que tomamos al día siguiente un desayuno compuesto por melón, crepe, tostada, ciruela, yogur y café. Todo ello incluido en el precio de la habitación (Hotel de la Baie).

Crozon-Pointe de Pen Hir-Brest-Morlaix-Roscoff: La mañana comenzó con Camaret sur mer, pueblecito que no teníamos en el itinerario inicial, pero que estaba de camino a otra punta, la de Pen Hir, otro lugar con vistas espléndidas. Cuando puse el navegador del Nokia, para ir a Brest, me dijo que estábamos a 17 Kms, cosa que me extrañó porque no era lo que yo tenía en mis cálculos. Fue cuando le dije «ir en coche» cuando la distancia aumentó a 70 Kms, y es que si hubiera un puente o si fuéramos nadando, esta es la distancia que hay, por mar, de un lugar a otro.

Llegamos a Brest y también nos defraudó un poquito. En la oficina de turismo nos dieron un recorrido de unas dos horas andando, pero nosotros con 50 minutos tuvimos más que suficiente. La descripción de esta ciudad, que proporciona mi guía es «la combinación de acero, hormigón y calles rectilíneas no va a ganar ningún concurso de belleza urbana», así que decidid vosotros mismos. Lo mejor de Brest fue la comida en el Restaurante Nautilus. La siguiente parada fue Morlaix, ciudad pequeña de unos 18.000 habitantes, pero que cuenta con un casco antiguo y un viaducto muy bonitos. Tras una vuelta por la ciudad, nos fuimos a nuestro último destino, Roscoff, pequeño pueblecito de algo menos de 4.000 habitantes, pero con mucho encanto, casas de granito y mucha animación. Las vistas del anochecer desde la pasarela sobre el mar son alucinantes.

Roscoff-Ploumanac´h-Erquy-Cap Frehel-Dinan: Teníamos 70 Kms por delante hasta nuestra primera parada, así que fuimos disfrutando de las vistas, a cada cual más impresionante. Cuando llegamos a Ploumanac’h, comenzó a diluviar, así que decidimos (a pesar de ser temprano) comer mientras paraba la lluvia. Hay veces que te preguntas si estas decisiones marcan las acciones futuras, el caso es que tuvimos la mejor comida del viaje, en Le Ker Louis, con ostras, cigalas y un pescado riquísimo. Tras la comida, y a pesar de que íbamos muy mal de tiempo según nuestro programa, nos fuimos a dar una vueltecita por el pueblo. La impresión que nos llevamos es difícil de explicar. La costa de granito rosa es impresionante, y este pueblo tiene un paseo que la bordea y que te permite ver paisajes que no parecen de este mundo. Cuántas veces he pensado que si no hubiera llovido, probablemente no nos hubiéramos quedado y nos hubiéramos perdido esa maravilla.

Eran las 16h de la tarde y todavía estábamos en el primer punto de nuestro itinerario, así que había que seguir. La bretona del hotel de Quimper nos recomendó la Ile de Brehat, y aunque vimos fotos muy bonitas, ya no teníamos mucho más tiempo. Tras estos paisajes tan bonitos, nos fuimos hacia Erquy, ciudad conocida principalmente por las vieiras (coquilles Saint Jacques). Dimos una vuelta por el puerto y nos fuimos a visitar Cap Frehel, desde el cual se puede divisar la isla de Jersey, perteneciente a Reino Unido.

Y por fin llegamos a la ciudad de la que hablaban todos, Dinan. Y he de decir que no me defraudó. Cuando visitas pueblos de Francia: de Bretaña, del Loria, llega un momento en el que todos te parecen iguales o muy similares, o bien casas entramadas o bien casas de granito. Pero Dinan sí es diferente, es toda una belleza. Llegamos tarde y por supuesto pensamos que nos iríamos a la cama sin cenar: estábamos equivocados. Cenamos a las 22.30h de la noche en la Creperie Ahna (riquísima la crepe 4 fromages).

Dinan-Saint Malo-Dol de Bretagne-Mont Saint Michel-Fougeres: Este día era el más intenso de todos, así que tuvimos que madrugar. Nuestra primera actividad fue visitar Dinan, un pueblecito al que parece habérsele parado el tiempo en la época medieval. Es curioso, pero no existe ni un detalle que lo estropee: ni siquiera cables de la luz o del teléfono. Tanto las casas como barrios, bares y restaurantes representan perfectamente su papel en esta ciudad medieval sin nada que lo distorsione. Sin duda, es el pueblo más bonito de Bretaña. De allí nos fuimos a St. Malo, ciudad muy conocida y muy turística. El casco viejo, en el interior de la muralla, fue prácticamente destruido en la segunda guerra mundial, por lo que no es tan bonito como el de otras ciudades más antiguas. Eso sí, el hecho de que la visiten tantos turistas hace que el centro esté lleno de animación, restaurantes, mercadillos y el paseo por la ciudad sea muy agradable. Lo que sí me gustó es el paseo por la muralla, que te permite ver ciudades en la lejanía, como Dinard o islas a las que se puede acceder andando, cuando baja la marea.

El Mont St Michel es una de las atracciones más visitadas de Francia, por lo que te recomiendan visitarlo cuando cae la tarde, así que nuestro siguiente destino fue Dol de Bretagne, un pequeño pueblecito que cuenta con la catedral gótica más majestuosa de la Bretaña. Nos perdimos por sus callejuelas y de allí nos fuimos a visitar el Menhir du Champ Dolent, el más alto de Bretaña, de unos 9,5 metros de altura.

Por fin estábamos llegando a nuestro destino más deseado: el Mont St Michel. Llegamos a eso de las 16h de la tarde, dejamos el coche en el aparcamiento y nos dispusimos a recorrer el par de kilómetros que nos separaba del monte. Las vistas son increíbles desde lejos, pero según te vas acercando, te maravillas más y más. Nos adentramos en sus estrechas callejuelas, fotografiando todo lo que veíamos hasta que llegamos a la abadía. A las 19h de la tarde tiene un espectáculo de luz y sonido, por lo que visitarla con la música de un arpa o de un violoncelo, era más de lo que podíamos esperar. Lo vimos con la marea baja, por lo que pudimos apreciar el imponente arenal que rodea al monte, y ver, en la distancia, a muchísimos kilómetros el mar. Había mucha gente paseando por el arenal, en espera de que subiera la marea (dicen que sube a una velocidad mayor que la del galope de un caballo), pero nosotros teníamos que dormir en Fougères, así que nos encaminamos hacia el coche, no sin antes echar un último vistazo a esta maravilla del hombre y de la naturaleza.

Fougères-Rennes-Brocelandia-Josselin-Vannes: La mañana la comenzamos visitando la fortaleza de Fougères, la más grande de la región. Está formada por 11 torres y es la que mejor se conserva, junto a la de Vitré. La siguiente parada fue la gran ciudad de Rennes, capital de Bretaña. La mayor parte de la ciudad medieval se destruyó en un incendio, pero todavía se puede pasear por su casco viejo, disfrutar de la catedral y de algún otro edificio singular.

De allí, nos fuimos a visitar el bosque de Brocelandia, lugar muy conocido por la leyenda del rey Arturo. He de decir que a mí me defraudó este bosque. Me esperaba muchísimo más de él, y sin duda, prefiero Ordesa a Brocelandia. La tumba de Merlín es una roca en mitad del bosque, y ¿qué puedo decir de la fuente de la juventud? Mejor no digo nada… Lo que más me gustó fue el roble de guillotin, un árbol milenario. Cansados de buscar la supuesta belleza del bosque, con la que no topábamos, nos fuimos a visitar Josselin, y su castillo. Ciudad pequeña, pero con un castillo enorme que se refleja en las aguas del río cuando atardece. Merece la pena una visita. Tras ella, volvimos a Vannes, puesto que al día siguiente teníamos un crucero por el golfo de Morbihan.

Vannes-Golfo de Morbihan-Burdeos: El crucero por el golfo de Morbihan merece la pena. Compré las entradas por internet en NAVIX y a las 8:45 ya estábamos embarcados para nuestro recorrido. Existen infinidad de islas (se habla de unas cuarenta), muchas de ellas privadas, y gran cantidad de dólmenes, menhires y túmulos, que se pueden divisar desde el barco. Dicen que cuando las hadas fueron desalojadas de Brocelandia, fundaron con sus lágrimas el golfo, y las coronas de flores que tiraron al agua dieron lugar a las islas. Es un bonito paseo que merece la pena hacer. El resto del día lo dedicamos a conducir hasta que llegamos a Burdeos. Aquí me sorprendió gratamente la cantidad de terracitas que existen, en infinidad de plazas que rodean la zona de la Plaza de la Bourse. Cenamos en un sitio muy concurrido, llamado Le Petit Commerce, en el que abundan las navajas, los caracoles, y el buen pescado.

Y por último, y antes de cruzar la frontera, pasamos por Arcachon, ciudad que nos había recomendado un amigo. Creíamos que ya no podíamos alucinar más con este viaje, pero lo hicimos con la Grande dune du Pilat. Es una duna de 117 metros de altura, que se puede subir por escalera o atravesando la arena. Una vez en lo alto, el paisaje que se divisa es increíble. Esta visita también es también una de las más recomendables del viaje.

Y lo dejo aquí con una recomendación: visitad la Bretaña y disfrutad de los bretones, los dulces, las cervezas, los quesos y sobre todo, el paisaje.

2 comentarios en “La Bretaña Francesa

  1. a mi no me dá envidia pero si parece que he andado yo todo el recorrido y me siento super cansada

  2. Recordais aquel antiguo anuncio publicitario de unos náufragos bebiendo, virtualmente, cerveza y aparece un gran buque llamándoles a que subieran a bordo. Pues se cabrearon por no poder degustar tranquilamente aquella cerveza. Pues con vuestro recorrido tambien te sientes, virtualmente, haciendo el mismo viaje. Pero al final te das cuenta de que lo has estado leyendo en el blog de una envidiosa y dices, como los náufragos, en este caso, envidia me da.

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